La misión de la Iglesia no es tranquilizar conciencias, sino purificarlas; y, para conseguirlo, a menudo ha de ser dura en sus palabras y en sus exigencias.
Sin embargo, algunos sacerdotes y misioneros, por temor a que los fieles emigren a otras "iglesias", optan por hablar sólo "cosas bonitas", y por convertir las ceremonias en reconfortantes "espectáculos" espirituales que no calan profundo, que no tocan la vida ni la integralidad de la persona, y que no comprometen en el camino de conversión al Señor.
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