PARA REFLEXIONAR:

"Lo peor de la guerra no es que nos quite la vida, sino que nos quita la humanidad"

"¿Cómo podremos acabar con la guerra y la violencia si no valoramos, respetamos y cuidamos la vida humana desde su mismo comienzo?"

viernes, 14 de mayo de 2010

CIUDADANÍA Y MULTICULTURALISMO


RELATORÍA SOBRE EL DOCUMENTO
“LOS VÍNCULOS QUE UNEN”*

CARLOS AUGUSTO ARIAS VIDALES

Pedagogía Reeducativa
Nivel VI, Grupo 01
Ética Y Praxis Reeducativa III
Patricia Parra
17 de octubre

FUNDACIÓN UNIVERSITARIA LUIS AMIGÓ
MEDELLÍN
1998

En esta relatoría no se seguirá el modelo que propone identificar secuencialmente tesis y argumentos del autor y posición personal. Más bien, se adoptará el método del ensayo, integrando en un todo coherente la exposición del pensamiento del autor y la del relator, partiendo de los argumentos para llegar, como conclusión, a la tesis.

El autor aborda un tema bastante complejo y, por ello, polémico. Por fortuna, consciente de ello, no trata de dar respuestas contundentes y absolutas. Y es que tal tipo de respuestas son completamente inapropiadas, además de obtusas, tratándose de la ciudadanía en los Estados modernos, caracterizados por la pluralidad, la diversidad y, en muchos casos, el extrañamiento mutuo de grupos que cohabitan en un mismo espacio geográfico, pero que difieren en raza, cultura, idioma, religión, etc. Es por ello que la antigua definición liberal de la ciudadanía como una igualdad de derechos de las personas ante la ley, en la actualidad, resulta ser anacrónica, violentadora e injusta y, por ello mismo, atenerse a tal definición fuera de consolidar los lazos cívico-políticos, los debilitaría.

Es por ello que hoy día se hace necesario replantear el concepto de ciudadanía común (homogeneizadora y absolutista), desplazándola hacía una ciudadanía diferenciada (pluralista y alterativa):
«En una sociedad que reconoce los derechos diferenciados en función del grupo, los miembros de determinados grupos se incorporan a la comunidad política no sólo en calidad de individuos, sino también a través del grupo, y sus derechos dependen, en parte, de su propia pertenencia de grupo» (p. 240).
Ahora bien, no se trata simplemente de que el Estado “adopte” legalmente esta visión de ciudadanía y de que establezca mecanismos de control y equilibrio que la garanticen. Se trata de algo más profundo: debe ser el conjunto de la ciudadanía la que debe integrar este concepto; más aún, si la ciudadanía diferenciada no nace como un movimiento del conjunto de la sociedad civil (de modo que las mayorías estén dispuestas a renunciar a su hegemonía política y, a su vez, las minorías ni cedan a la tentación subversiva ni se dejen aplastar ni diluir por las mayorías), entonces los temores de los liberales clásicos se harán una realidad. Esto, porque lo legal no necesariamente se convierte en una práctica cotidiana pero, en cambio, las prácticas cotidianas validadas socialmente sí son leyes. Y es de éstas leyes de las que, en definitiva, depende la estabilidad social que tanto le preocupa a los liberales.
«[...] la salud y la estabilidad de las democracias modernas no sólo depende de la justicia de sus instituciones básicas, sino también de las cualidades y actitudes de sus ciudadanos; es decir, de su sentimiento de identidad y de cómo consideran a otras formas de identidad nacional, regional, étnica o religiosa que potencialmente pueden competir con la suya [...]» (p. 241).
No se trata de “darle madera” a los liberales (en mi caso particular sería “tirar piedras sobre mi cabeza”). Su preocupación por la estabilidad social y política es legítima, sobre todo teniendo en cuenta que la salida más común a los conflictos nacionalistas es la violencia. Lo que no es legítimo es el empecinamiento de muchos en que la única forma de mantener la salud y estabilidad de las democracias es mediante una ciudadanía que sea como «un foro donde la gente superase sus diferencias y pensase en el bien común de todos los ciudadanos» (p. 241). Por el contrario la ciudadanía, más que ser un “foro” donde se superen las diferencias, debe ser un estado de encuentro, de diálogo y respeto de esas diferencias. Sólo entendiendo esto se estará en capacidad de comprender que la reivindicación de derechos especiales por parte de las minorías no supone siempre un atentado contra la identidad civil sino que, en muchos casos, por el contrario, son un honesto deseo de participar activamente en lo civil, lo cual no requiere obligatoriamente prescindir de la propia identidad como grupo cultural diferente y diferenciado dentro del conjunto de la sociedad. Cuando es este el caso, tratar de imponer una ciudadanía común traería más conflictos de los que supondría la ciudadanía diferenciada, pues se estaría dificultando la integración de grupos que desean alcanzarla:
«Cuando los grupos desfavorecidos solicitan la representación especial, por lo general no cuestionan la autoridad de la comunidad política principal, sino que, en palabras de John Rawls, consideran que los ciudadanos pertenecen “para siempre a un proyecto cooperativo”, aunque los grupos oprimidos precisen derechos especiales temporales para alcanzar la plena participación en ese proyecto cooperativo. También la mayor parte de los derechos poliétnicos dan por supuesta la autoridad de los organismos políticos del conjunto de la sociedad. Asumen que los inmigrantes trabajarán dentro de las instituciones económicas y políticas generales, si bien tales instituciones deben adaptarse para reflejar la creciente diversidad cultural de la población a la que sirven» (Pp. 248-249).
Se ve, pues, que la ciudadanía común, en estos casos, no sería más que una tiranía de las mayorías que intentan reducir a su mismidad a las minorías.

Todo lo anterior tiene que ver con las minorías en general. Pero cuando las minorías además comportan la característica de ser un grupo nacional autóctono, ligado por la historia y/o el origen al territorio que ocupan, el asunto puede complicarse, como ha venido sucediendo en Europa Oriental luego de la disolución de la URSS o como ha ocurrido desde antaño en el Reino Unido. Esa posible complicación consiste en la aspiración al autogobierno:
«[...] las reivindicaciones de autogobierno reflejan un deseo de debilitar los vínculos con esa comunidad política y, de hecho, cuestionan su propia autoridad y permanencia» (p. 248).
«Las minorías nacionales afirman ser “pueblos” distintos, con pleno derecho al autogobierno. Y aunque pertenezcan a un país mayor, no por ello renuncian a su derecho de autogobierno primigenio, sino que más bien se trata de transferir algunos aspectos de sus competencias de autogobierno a los estamentos políticos generales, a condición de conservar otros poderes para sí» (p249).
Cualquier salida extremista a este problema es conflictiva. Si, por una parte, se acepta conceder mayor autonomía a las naciones minoritarias, muy probablemente no estén satisfechas hasta conseguir su independencia. Si, por otra parte, se niega la autonomía, sin duda se buscará la secesión por medios violentos. Además, como quiera que sea, es cierto que «en el mundo hay más naciones que Estados posibles, y es necesario encontrar alguna vía para mantener la unidad de los Estados multinacionales» (p. 255).

Esa posible vía la da el mismo autor más adelante cuando afirma:
«[...] si existe una forma viable de promover un sentimiento de solidaridad y de finalidad común en un Estado multinacional, ésta deberá acomodar, y no subordinar, las identidades nacionales. Las personas de diferentes grupos nacionales únicamente compartirán una lealtad hacia el gobierno general si lo ven como el contexto en el cual se alimenta su identidad nacional y no como el contexto que la subordina» (p.259).
En conclusión, pues, el autor disipa los temores de los liberales clásicos, dejando ver que los derechos de las minorías no son necesariamente una amenaza a la estabilidad a largo plazo de las democracias modernas.

Sin embargo, la ciudadanía multicultural, tal como la expone el autor, puede ser tan excluyente como la ciudadanía común. Ésta es despótica por cuanto no permite que las minorías participen de lo civil y lo político desde su diferencia y pretende reducirlas mediante la homogeneización de derechos, con lo cual consigue, o bien impedir una plena integración de las minorías, o bien una reducción a la mismidad de las identidades particulares. La otra lo es porque no permite que grupos que quieren mantenerse al margen de la participación civil, rijan su destino lejos de los “peligros” que para ellos representa la interacción con otros grupos, lo cual, por lo demás, no significa obligatoriamente una amenaza para la estabilidad de la sociedad:
«Algunos grupos recientemente inmigrados plantean reivindicaciones similares a las de las antiguas sectas cristianas. Por ejemplo, algunos grupos musulmanes británicos han solicitado el mismo tipo de exención de la educación liberal que se concedió a los amish. Pero también son casos atípicos. Canadá, Estados Unidos o Australia no han aceptado este tipo de peticiones, ya que no se corresponden con los objetivos de la nueva política de polietnicidad. La filosofía de esta política es integracionista y se ajusta a lo que la mayoría de los nuevos grupos inmigrantes quieren» **(pp. 244-245).
Como se ve, queda claro el surgimiento de una nueva mayoría privilegiada (las minorías que desean “integrarse”) y de una nueva minoría discriminada (las minorías que no desean “integrarse”), a la cual se pretende homogeneizar.

En consecuencia, se deduce que la ciudadanía multicultural tampoco es una panacea y que encarna su propio tipo de absolutizaciones opresoras a las que hay que prestar atención.

De todos modos, el mismo autor reconoce que no tiene una respuesta clara sobre cuáles son las posibles fuentes de unidad en un Estado multinacional que afirme, en lugar de negar, sus diferencias nacionales (incluyendo el deseo de algunos grupos de vivir al margen de la sociedad).

NOTAS

* Noveno capítulo de: KYMLICKA, Will. Ciudadanía Multicultural. Una teoría liberal de los derechos de las minorías. Paidós, 1996.
** La cursiva es nuestra.

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